martes, 3 de julio de 2012

Jitanjáforas Estampas del nomadismo urbano



La gente sin techo y que carece de suelo fijo está obligada a practicar el nomadismo urbano por múltiples causas, como que los vecinos de la plaza en cuyos bancos duermen, cuando anochece los vayan ocupando por turnos, hasta que, cansada de no poder tumbarse, tenga que irse en busca de otro dormitorio, o porque reciba amenazas de los habitantes del barrio que no quieren ver chusma cerca de sus casas, o debido a que la parte de la ciudad en la que pasaban la noche empiece a estar muy vigilada por las roturas frecuentes de los cristales de las tiendas y, en consecuencia, tema que en algún momento la hagan tragarse el sapo de ser inculpada de todos los delitos cometidos por la zona, hasta de haber intentado llevarse las tapas de todas las alcantarillas y los adoquines de las aceras. 


A nadie le importan las necesidades y carencias de esta población superflua, de más, sobrante, gaseable, y nadie piensa dónde se lava el cuerpo y sus ropas, porque casi todo el mundo está de acuerdo en que es una pandilla de guarras y puercos, cuyo hábitat natural es la suciedad más mugrienta y que lo de darse un baño o una ducha o ponerse ropa limpia a diario les resulta tan ajeno como a los gatos afeitarse el bigote y a los espíritus impolutos y puros cambiarse de túnica. En cambio, el hecho de sorprender a una joven, cargada de bolsas con todas sus pertenencias, haciendo aguas menores entre dos contenedores de basura puede provocar un linchamiento verbal muy ruidoso y, en el caso de que alguien diga que no tiene otro remedio, porque en los bares no le dejan utilizar el servicio sin consumir y, en muchos casos, ni poner un pie dentro del establecimiento si pretendiera calentarse el estómago con un café y, además, los excusados públicos cuestan dinero y son, por tanto, un lujo imposible para ella, el alboroto se convierte en griterío y la persona que trata de explicar los porqués de que haya quien no tiene otro recurso que el de aliviarse vejiga e intestinos en la calle, es tildada de loca, defensora del salvajismo, de la vuelta a los bosques y a la cuevas, y si agrega que seguro que los presentes ven con absoluta tolerancia a los hombres orinando en la playa contra el muro, sin llamarlos inciviles, recibe un abucheo, acusándola de confundir el crepúsculo con el escrúpulo. En tanto, la chica se había ido con su cargamento de enseres, sin abrir la boca, envuelta en el silencio digno de las víctimas frente a sus verdugos, como Jesús ante Herodes. Unos días después, estaba en un parque, remojando en una fuente unas prendas, callada, aguantando los insultos de varias mujeres que la acusaban de haberse quitado el sostén y las bragas, sin importarle que hubiera niños, y de ponerse, con toda desvergüenza, a pasarlas por el agua donde bebía la gente. Eran mujeres furibundas, que hablaban con la lengua del odio y la falsedad, porque la joven nómada se había quitado su ropa interior con una pudibundez y discreción inusitadas, y los niños están hartos de ver en la playa senos al aire y a sus propias madres cambiarse de biquini sin remilgos, y estaba claro que el chorro del surtidor no podía envenenar a los perros, sus habituales bebedores, porque ella mojara allí sus prendas íntimas.


La encontré de nuevo en una calle peatonal, ofreciendo con timidez y casi ruborizada unas hojas de papel, arrancadas de un cuaderno de espiral, escritas a bolígrafo. «Una poesía por la voluntad», decía en un susurro apenas perceptible, como una niña que, en su primera confesión, se acusa de un pecado mortal. Le pedí una y le di el dinero. Me dio las gracias y me contó que solo un chico se había llevado otra, pero no para leerla, sino parar recoger de la acera la mierda de su teckel, que era muy guapo. La mía llevaba por título «Pitofatio».


«Arzoabispa Obiscopio


Vectigalisvejamento


Cuajarena Noctiamanda


Nereidiana Albornozosa


Peruelo Vis Punzocor


Rosiniger Silenquedo».


Me quedé como Edit, la mujer de Lot, sobrino de Abraham, convertida en estatua de sal, porque aquello eran jitanjáforas, juego de sonidos, poesía pura, intraducible, misteriosa que le dice a cada oyente y lectora lo que quiere, poesía juzgada por los bobos como mamarrachada que desprecian, porque, según ellos, no se entiende y dicen lo mismo que el comisario de policía parisino a sus subalternos, instándolos a vigilar a los escritores inquietantes que hacían tertulia en el café Bac y, sobre todo, al llamado Mallarmé, ya que él había leído varias cosas suyas y no comprendía ni papa de ninguna de ellas, por lo que era especialmente peligroso.


Me repetí fascinada que lo de la chica nómada eran jitanjáforas como las de Mariano Brull, poeta cubano que supo utilizar como pocos el hecho de que las palabras suenen, canten, tengan su música, y creador del término «jitanjáfora», que da nombre a este alegre divertimento y emplea en un poema que deja a las niñas pequeñas y a los niños, que no están contaminados por adultos mentecatos como ese comisario de policía de París, igual que si los hubiera encantado un hada, y de igual modo se quedan también las personas mayores que no perdieron su infancia y saborean con placer y alegría, igual que si se tratase de caramelos, estas palabras mágicas: «Filiflama alabe cundre ala olalúnea alífera alveola jitanjáfora...».


Sigo lamentando haber sido tan estúpida por no haber querido todas las demás hojas del árbol de la poesía de la chica nómada que tenía la voz ronca de fumar y llorar mucho y que me dijo que se llamaba Lía. Lía era el nombre de la hija de Labán, una de las esposas de Jacob, la que tenía los ojos tiernos como ella.

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