domingo, 15 de enero de 2012

Una reforma laboral de verdad


Es necesario un contrato único indefinido con indemnizaciones por despido crecientes

La propuesta descrita ha sido elaborada por los autores del artículo y los profesores J. Andrés, A. Cabrales, J. I. Conde-Ruiz S. de la Rica, F. Felgueroso, J. I. García Pérez, M. Güell, M. Jansen, S. Jiménez, J. Messina y P. Vázquez


Tras veinte años de reformas laborales plagadas de atajos y absurdos (la reforma de 2010, por ejemplo, introdujo subsidios ¡a los despidos!), España continúa teniendo el mercado laboral más disfuncional de los países desarrollados. Increíblemente, en esta crisis, se ha alcanzado -por tercera vez en los últimos 25 años- el 20% de desempleo. La situación todavía puede empeorar más durante 2012, de acuerdo con las predicciones de la UE. En estas circunstancias, España no puede permitirse una nueva reforma laboral de mínimos.

Es necesario un contrato único indefinido con indemnizaciones por despido crecientes

¿Qué reforma hace falta? El pasado jueves, un grupo de economistas conocedores del mercado de trabajo presentamos, con el apoyo de FEDEA, un documento planteando los principios básicos que debe satisfacer una reforma laboral con posibilidades reales de éxito (www.fedea.es). Se trata de modificar profundamente, y de una vez por todas, el diseño institucional actual que tanto perjudica la competitividad de las empresas -creando graves obstáculos para la creación de nuevas empresas y para la viabilidad y el crecimiento de las pymes- y que tanta desigualdad genera entre trabajadores y entre empresas de diferente tamaño.
En nuestra opinión, tal reforma debe guiarse por dos principios fundamentales. Primero, debe responder a las necesidades de la sociedad en su conjunto, y no a las de las empresas grandes y los trabajadores protegidos que son quienes gozan del mayor reconocimiento institucional. Segundo, debe ser una reforma de calado, evitando más atajos y chapuzas que perpetúen los privilegios de algunos en detrimento de otros. En concreto, debe modificar en profundidad la protección por desempleo y las políticas activas de empleo, la negociación colectiva y la contratación laboral, tal y como describimos a continuación.
La protección por desempleo y las políticas activas de empleo deben utilizarse para atender en mayor medida a los grupos más desfavorecidos. Un plan de empleo juvenil que, como en el pasado, tire de subvenciones sin mejorar las deficiencias de las políticas activas existentes, sería tan ineficaz como sus antecesores. Enfrentarse a la crítica situación actual requiere reorientar estas políticas activas hacia los parados de larga duración (casi dos millones y medio de personas), hacia los jóvenes con insuficiente formación, y aumentar los recursos destinados a tales fines, pese al ajuste fiscal en curso.
Parte de los recursos adicionales necesarios para mejorar radicalmente dichas políticas deben proceder de la supresión de las subvenciones a la contratación indefinida y del uso de FOGASA para subvencionar despidos. La financiación también puede ampliarse permitiendo una mayor participación, con transparencia, de las agencias privadas en la intermediación y la formación laboral, mediante tarifas que discriminen en función del éxito en la colocación de los parados con más dificultades. Finalmente, como ya recoge la legislación, aunque hasta ahora sin consecuencias, las prestaciones deben estar rigurosamente condicionadas a la búsqueda efectiva de empleo o a la participación en programas de reinserción laboral o de reciclaje. De forma análoga, las empresas que abusen del sistema de protección por desempleo con una rotación excesiva de sus trabajadores deben contribuir en mayor medida a su financiación.
La negociación colectiva debe permitir que las empresas se adapten a las condiciones económicas. Por la forma en que se fijan en nuestro país, los salarios y otras condiciones de trabajo no responden ni a la situación cíclica de la economía, ni al paro, ni a la productividad de trabajadores y empresas. Así, las empresas pierden competitividad, respondiendo a cualquier perturbación negativa mediante despidos masivos. Facilitar la adaptación de las empresas requiere establecer la primacía de los convenios de empresa sobre los de ámbito superior, así como establecer umbrales reforzados de representatividad de las partes firmantes. Ahora, los convenios de ámbito supra-empresarial tienen eficacia de ley, aplicándose automáticamente a todos los trabajadores de un sector (normalmente a nivel provincial o autónomico). Esta situación, totalmente atípica en Europa, perjudica gravemente los intereses de los parados y de las posibles nuevas empresas.
Además, ningún acuerdo o convenio colectivo de ámbito superior debe tener la capacidad de vetar el descuelgue del convenio para las empresas, debiendo ampliarse las materias que pueden modificarse mediante acuerdos entre el empresario y los trabajadores al margen del convenio vigente, y aquellas que puede fijar libremente el empresario, con control judicial posterior.
Finalmente, la inercia de la negociación colectiva es una de las causas principales del diferencial desfavorable y crónico de la inflación española con respecto a la del área del euro y la erosión de nuestra competitividad. Para reducirla, es necesario tanto limitar la "ultraactividad" (duración ilimitada del convenio) -de forma que la eficacia de ley del convenio decaiga cuando haya transcurrido un año desde su vencimiento- como limitar al máximo el uso de cláusulas de indexación automática de los salarios con la inflación, ya abandonado en la inmensa mayoría de países europeos.
La reforma de la contratación laboral debe reducir drásticamente la dualidad. Desde finales de los años ochenta, un tercio de los asalariados son temporales (un cuarto ahora, en la crisis). Este nivel de temporalidad, excepcional en Europa, provoca una enorme inestabilidad del empleo y dificulta el crecimiento de la productividad. Reducir la dualidad subvencionando la contratación indefinida o alterando marginalmente los costes de despido se ha mostrado estéril. Es necesario introducir un contrato único de carácter indefinido con indemnizaciones por despido crecientes para las nuevas contrataciones. Además, debe suprimirse la autorización administrativa para los despidos colectivos, desconocida en el contexto europeo y con un importante efecto disuasorio para las decisiones de inversión en nuestro país.
Por otra parte, la reforma debe dotar de mayor flexibilidad horaria al contrato indefinido a tiempo parcial, de forma que sirva para cubrir empleos susceptibles de tener una distribución irregular de horas de trabajo a lo largo del año. También deben eliminarse las restricciones que aún impiden a las empresas de trabajo temporal operar plenamente como agentes de intermediación laboral y acomodar las necesidades de empleo estacional de todo tipo de empresas. De esta forma será posible eliminar los contratos temporales actualmente en vigor, dejando solo un contrato de sustitución o interinidad.
No existen soluciones mágicas para resolver el drama del paro insostenible cada vez que tiene lugar una recesión. Ahora bien, con una regulación laboral tan disfuncional como la existente, será imposible lograrlo. Tras casi tres décadas intentando cambiar marginalmente este mercado de trabajo tan ineficiente e injusto ha llegado el momento de hacerlo de forma decidida.

Maldita bendición


Latinoamérica se debate entre el beneficio que proporciona el auge de los metales, minerales y productos agrícolas y los daños a las poblaciones locales


Ya han pasado los siglos en que los conquistadores españoles explotaban a los indígenas para que extrajeran la plata de las minas de Potosí. Son tiempos en que los altos precios de las materias primas, incluidas las minerales, han permitido que muchos Gobiernos latinoamericanos, de derechas e izquierdas, aprovecharan el crecimiento de sus economías para reducir la pobreza y acotar algo la desigualdad. Latinoamérica se ha convertido en la meca para la inversión minera. Pero lo que parece una bendición también puede resultar lo contrario.
La región produce el 52% de la plata, el 45% del cobre y el 22% del zinc
Los Gobiernos han aumentado los impuestos y regalías sobre el sector
Más de 120 conflictos se han abierto contra la minería en la región. Por un lado, está la pelea por cómo se reparten los beneficios extraordinarios de los yacimientos entre las grandes mineras multinacionales, los Estados nacionales, las provincias, los municipios y la sociedad civil. La actividad minera suele emplazarse en poblaciones que, en general, eran y son pobres. Por otra parte, se encuentra el rechazo de cada vez más ciudadanos al impacto ambiental de la minería a cielo abierto (ya no se suelen usar más los socavones en la tierra) y con el uso de cianuro y arsénico para separar el metal de los residuos que se arrojan a un dique de cola. Dado el uso intensivo del agua, la minería despierta recelos en agricultores, bodegas y hasta compañías multinacionales de envasado de agua mineral, como sucede con Danone en Argentina.
El conflicto más violento se ha desatado en Perú. La región norteña de Cajamarca se rebeló contra un proyecto de 3.679 millones de euros de la minera estadounidense Newmont. Bajo la consigna de "agua, sí; oro, no", la población, con el apoyo de las autoridades regionales, inició el pasado 24 de noviembre una huelga de 11 días que incluyó bloqueos de carreteras. Los ciudadanos le temen al proyecto Conga de Yanacocha porque secará cuatro lagunas que ellos usan para la agricultura y ganadería. Newmont responde que se hará un trasvase de aguas a cuatro reservas, pero la población cajamarquina desconfía. Ante las huelgas, el Gobierno de Ollanta Humala decretó el 4 de diciembre el estado de emergencia en Cajamarca y envió al Ejército a frenar la protesta social, lo que le valió críticas de sus antiguos aliados de izquierdas. El 17 de diciembre, Humala levantó la medida de excepción para iniciar el diálogo, pero las protestas continúan.
La maldita bendición de la minería en Latinoamérica comenzó a partir de 2003, cuando los precios de los metales comenzaron a subir por la demanda creciente de China para abastecer sus industrias. En 2000, el gigante asiático suponía el 12% del consumo mundial de cobre. En la actualidad, el 40%. Y aún China tiene mucho potencial para crecer. El cobre, el níquel, el zinc y el hierro abastecen a las fábricas y al sector de la construcción. El oro y la plata son codiciadas por la industria y también por los inversores, que buscan refugiarse de las crisis mundiales de la deuda y del sector financiero en esos metales preciosos.
Se han quebrado dos tendencias que habían comenzado en la década de los setenta: una, la caída de la cotización de los minerales, que ya se encuentran por encima de aquellos niveles de hace 40 años, y otra, la reducción de las exportaciones mineras de Latinoamérica. Las ventas externas de la región han ganado desde 2003 participación respecto a las del resto del mundo. "La buena noticia es que no solo se incrementan las exportaciones mineras primarias, sino también las manufacturas de minerales", destacó Jeanette Lardé, analista de la división de recursos naturales de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), en un seminario sobre minería que organizó en diciembre el Instituto Argentino para el Desarrollo Económico (IADE).
El 27% de las inversiones mundiales en exploración se entierran en este subcontinente cuya columna vertebral son los Andes. A su vez, se incorporan más países a la actividad, como Colombia, Guyana y Surinam, según Lardé. En 2000, Brasil, Chile, México y Perú concentraban el 26% de la inversión minera mundial. En la actualidad, el 40%. Latinoamérica produce el 52% de la plata del planeta, el 45% del cobre, el 32% del molibdeno y el 22% del zinc. Lardé destacó que el sector tiene "beneficios extraordinarios", incluso si se tienen en cuenta los costes de reposición del metal en el largo plazo y los incrementos de los salarios de los trabajadores y de los precios del combustible, los insumos y el acero. La región también capta un tercio de las rentas mineras del mundo, según la Cepal: unos 65.160 millones de euros en 2009, poco menos que el PIB de Eslovaquia.
Casi todos quieren quedarse con esas rentas. Los Gobiernos nacionales, regionales y locales cobran impuestos y regalías por tratarse de un recurso no renovable y propiedad del Estado. Chile creó las regalías en 2005 y las aumentó en 2010 con el argumento de que el sector más rico del país debía financiar la reconstrucción tras el terremoto de ese año. El Perú de Humala ya los incrementó en septiembre pasado. México estudia seguirle los pasos, mientras que Brasil no solo analiza una subida tributaria, sino también la posibilidad de elevar la participación estatal en los proyectos mineros. Venezuela ha nacionalizado el oro este año.
Las mineras, que en general son privadas y de países desarrollados (una excepción es la estatal chilena Codelco), reinvierten una parte y giran a sus accionistas otra tajada. Los propietarios de las tierras donde se descubre el mineral piden mayores arriendos, y los trabajadores mineros, mejores pagas, incluso con huelgas como las que este año se han registrado en Perú o en Chile. "Las comunidades piden salud y educación. Además, el escenario social se torna más complejo por los impactos ambientales, que llevan a prohibiciones de la actividad", comentó la analista de la CEPAL. En Argentina, por ejemplo, varias provincias han prohibido por ley la minería a cielo abierto y el uso de cianuro, pero otras dos, La Rioja y Río Negro, han vuelto sobre sus pasos, al tiempo que una norma nacional ha protegido los glaciares que a veces se destruyen para perforar las montañas. En La Rioja, ciudadanos del pueblo de Famatina bloquean desde hace casi dos semanas la carretera que conduce a una mina de oro. En México se han registrado episodios de violencia entre los empleados de las empresas y los pobladores.
"Asistimos a un ciclo económico que implica una nueva división del trabajo entre países centrales y el Sur", opinó Maristella Svampa, investigadora social del colectivo Voces de Alerta, en el seminario del IADE. "Los países centrales trasladan las actividades extractivas al Sur para cuidar su medio ambiente. Se busca la sobreexplotación de recursos naturales, cada vez más escasos, y la expansión de las fronteras (de la explotación) a zonas antes consideradas improductivas. La economía latinoamericana se reprimariza", añadió esta catedrática opuesta a la gran minería. Svampa consideró que esta actividad vulnera derechos ambientales, territoriales y de los pueblos indígenas.
El asesor académico de la Organización Latinoamericana de Minería (Olami), el geólogo Roberto Sarudiansky, le contestó que esta actividad "se puede hacer bien", es decir, con bajo impacto ambiental, y "el mundo no puede vivir sin ella". El representante de la Olami, entidad que encabezan los empresarios mineros de la región, pero también agrupa a otros actores sociales interesados en el asunto, alertó sobre una "demonización de la minería". Svampa señaló que, cuando un proyecto de inversión se radica en una zona, en general no se tiene en cuenta la opinión de los pobladores. Precisamente eso es lo que se debate por estos días en Cajamarca.

El largo siglo XVII


La Guerra de los Treinta Años sumió a Europa en una época de dificultades. En España, la recesión fue más intensa y la recuperación, más lenta. La costosa política imperial y los desajustes regionales en el crecimiento fueron básicos. Castilla se abocó a la depresión, mientras las regiones costeras se rezagaban en la explosión mercantil del litoral europeo
Las posibilidades de que España, en la Edad Moderna, se situase en el grupo de cabeza del desarrollo económico europeo eran escasas. En un mundo donde el sector agrario aportaba el grueso del PIB, carecía por razones medioambientales (clima, orografía, calidad del suelo, vías marítimas y fluviales) de recursos óptimos para ello. Pero las restricciones naturales no explican que el país, como sucedió, estuviese lejos de aprovechar entre 1450 y 1800 el potencial de crecimiento que aquellas permitían. Dos circunstancias históricas tienen, al respecto, gran relevancia: una, los desajustes que se operaron, principalmente, entre las economías del interior peninsular y del litoral mediterráneo durante largos periodos de los siglos modernos; dos, la duración e intensidad de la recesión que devastó las regiones del interior, las más pobladas y urbanizadas a finales del siglo XVI, entre 1580 y 1650, y la extrema lentitud de la recuperación posterior, que solo culminó avanzado el siglo XVIII

Se pasó de 37 a 22 ciudades. El interior tardó 170 años en recuperarse

La manipulación de la moneda de vellón para lograr recursos elevó la desconfianza
La deuda, que llegó al 60% del PIB con Felipe II, creció hasta la Paz de los Pirineos
Los Austrias se apoyaron en nobles y oligarcas, relegando al mundo urbano
Ambas apuntan a un largo siglo XVII, durante el cual la economía española se alejó del núcleo de Europa occidental. Hacia 1700, el escuálido aumento del tamaño demográfico y productivo de España había defraudado las perspectivas existentes en 1500 para una renovada colonización agraria de su superficie, tan vasta como poco poblada. Pese a sus dispares dotaciones de recursos, los resultados eran otros en los cuatro territorios que, junto al peninsular, registraban (exceptuada Escandinavia) las menores densidades demográficas del occidente europeo a comienzos del siglo XVI, Inglaterra y Escocia, Irlanda, Suiza y Portugal: de 1500 a 1700 estos pasaron, en promedio, de 12 a 25 habitantes por kilómetro cuadrado; España, de 11 a 15. Y al inicio del siglo XVIII, además, la posesión de inmensas colonias en América no podía compensar la desventaja que implicaba esa baja densidad demográfica (y económica). Ingleses, franceses y holandeses habían ido obstruyendo, durante el siglo XVII, el acceso a las producciones y los mercados americanos, al compás de la decadencia política y militar de la Monarquía hispánica.
La primera mitad del siglo XVII fue una época de dificultades en Europa pero, desde 1650, superado el peor periodo, coincidente con la Guerra de los Treinta Años, la recuperación se extendió y se consolidó. Arraigó entonces un proceso de concentración de la actividad económica y la urbanización en las zonas costeras. Este, impulsado por el progreso de la construcción naval, el desarrollo manufacturero y mercantil noroccidental y el incremento del comercio atlántico, convirtió a los litorales en los espacios más dinámicos de la economía europea.
En España, la intensidad de la recesión fue mayor en la primera mitad del siglo XVII y la recuperación posterior, con notables contrastes regionales, más tardía y dificultosa, lo que le impidió estar en primera línea del avance del componente marítimo de la economía occidental.
Las cifras de bautismos (ver gráfico 1) revelan que la población se redujo en todos los espacios peninsulares en algún momento del siglo XVII, pero con grandes diferencias. En el norte (Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco y Navarra), aunque la caída fue significativa de 1610 a 1630, el nivel inicial se recobró pronto y el aumento posterior supuso un crecimiento del 25% sobre aquel hacia 1700. En el área mediterránea (Cataluña, Valencia y Murcia), un descenso algo más suave y una recuperación más vigorosa propiciaron, en 1700-1709, un índice un 26% mayor que el de base.
Andalucía occidental arroja un primer contraste: tras siete decenios de estancamiento más que de declive demográfico, la posterior recuperación amplió el nivel de base un 18% hacia 1700, pero solo un 15% respecto de 1580-1589. Es el interior peninsular (Castilla y León, La Rioja, Aragón, Madrid, Castilla-La Mancha y Extremadura) el que muestra diferencias más rotundas: una contracción demográfica más temprana, duradera e intensa, seguida de una recuperación mucho más lenta; el índice 100 no se recobró hasta 1720-1729, y los niveles máximos de 1580-1589 solo se rebasaron 170 años después, en 1750-1759.
La difusión del maíz en las regiones cantábricas y la de diversos cultivos comerciales en las del Levante ayudan a explicar que ambos litorales viesen crecer sus poblaciones desde 1660-1670, alza que se aceleró en las zonas mediterráneas tras la Guerra de Sucesión. Pero tales progresos tardarían mucho tiempo en compensar el desplome económico y humano del interior. La revolución agronómica que conoció el litoral septentrional no se tradujo, durante décadas, en un vigoroso proceso de urbanización y diversificación de actividades productivas.
En cuanto al litoral mediterráneo, el desencuentro era más antiguo. Entre 1480 y 1580, el periodo de auge de la corona castellana, Cataluña registró una tardía salida de la crisis bajomedieval y una modesta recuperación poblacional (en 1591, tenía 11 habitantes por kilómetro cuadrado, la densidad demográfica del conjunto de España en 1500), el Reino de Murcia siguió estando muy poco poblado, y el de Valencia, aunque creció más en el siglo XVI, afrontó en 1609 la sangría demográfica de la expulsión de los moriscos, el 27% de su población.
Este desencuentro, durante el siglo XVI, seguramente supuso la pérdida de notables sinergias entre el interior castellano y las áreas levantinas. En la primera mitad del XVII, el desplome de aquel y el escaso vigor de estas contribuyeron a un sensible retroceso demográfico en el momento de arranque de la economía marítima europea. Después de 1650, cuando el litoral mediterráneo pasó a ser el espacio peninsular con mayor potencial de crecimiento, las regiones del interior siguieron sumidas en una recuperación desesperantemente lenta. Y el modo pausado con que el propio Levante fue ganando peso específico, al menos hasta 1720, hizo que los efectos de arrastre en el conjunto de la economía española tardaran en adquirir fortaleza.
Las sinergias perdidas por tales desajustes en el largo plazo constituyeron un relevante factor adverso para el crecimiento económico de la España moderna. Entrado el siglo XVIII, estas disparidades acabaron propiciando un vuelco trascendental en la distribución de la población y de la actividad económica, a favor de las áreas costeras y en contra del interior, vigente desde entonces.
La trayectoria productiva de la Corona de Castilla, salvo en su franja húmeda del norte, fue muy negativa entre 1580 y 1700. Los diezmos de los arzobispados de Toledo y Sevilla (ver gráfico 2), que abarcaban la mayoría de la Submeseta Sur y de la Andalucía Bética, quizá las regiones más castigadas, revelan una intensa contracción del producto cerealista entre 1580 y 1610, la reanudación de la caída en la década de 1630, su culminación en la de 1680 y una escuálida recuperación, al final, que permitió alcanzar, en 1690-1699, los índices de 1600-1609, un 31% inferiores a los máximos de 1570-1579.
El producto agrícola no cerealista (vino y aceite, básicamente) registró un descenso aún más abrupto, sobre todo entre los decenios de 1620 y 1680, situándose en el de 1690 un 45% por debajo del de 1570. En cuanto a la evolución del producto no agrario, la aguda crisis urbana que sufrió la corona sugiere un desplome de las manufacturas y del comercio. Entre 1591 y 1700, la tasa de urbanización se contrajo una cuarta parte, y las ciudades castellanas con 10.000 o más habitantes pasaron de 31 a 18 (de 37 a 22 en el conjunto de España). Además, el peso relativo de los activos agrarios aumentó mucho en las urbes de ambas Castillas, Andalucía y Extremadura, lo que implica que la contracción de las actividades económicas típicas de las ciudades fue mayor que el propio descenso de la población urbana.
Las dañinas consecuencias de la costosísima y prolongada política imperial de la Monarquía constituyen, seguramente, el factor que más contribuyó al desplome económico castellano del largo siglo XVII. Aquellas fueron ubicuas, económicas, políticas y sociales, y actuaron tanto a corto como a largo plazo. Para mantener la hegemonía política y militar en Europa, y defender el patrimonio dinástico, los Austrias acrecentaron sus bases fiscales, elevando tributos y creando otros nuevos, a fin de ampliar su capacidad de endeudamiento. Por ese camino, Felipe II había acumulado deudas equivalentes, a finales del siglo XVI, al 60% del PIB español, porcentaje que debió de crecer sensiblemente, al descender este y agrandarse aquellas, al menos hasta la Paz de los Pirineos de 1659.
La Corona de Castilla soportó el grueso de una escalada fiscal que, iniciada en el último cuarto del siglo XVI, cuando la economía castellana trasponía su cénit, alcanzó el suyo en 1630-1660, coincidiendo con el fondo de la depresión. Su primer crescendo, en la década de 1570, perturbó el comercio, aumentó la fragilidad de muchas economías campesinas, acosadas por el alza de la renta de la tierra, y empobreció a las clases urbanas, cuyas subsistencias ya venían encareciéndose. Imperturbables, la nobleza y el clero, total o parcialmente exentos de cargas fiscales y partícipes en las rentas reales, siguieron ingresando hasta fin de siglo abultadas rentas territoriales y diezmos, y vendiendo sus frutos a precios crecientes, con lo que se acentuó un intenso proceso de redistribución del ingreso en contra de la mayoría de los castellanos. Cuando las cosechas cayeron abruptamente en las décadas de 1580 y 1590, descenso propiciado por un cambio climático desfavorable que se sintió en toda Europa, las vías hacia la recesión y la contracción demográfica quedaron expeditas.
Desde 1600, los perniciosos efectos de la política imperial se multiplicaron por varios caminos.
- La escalada fiscal dependió de impuestos que gravaban el tráfico comercial y el consumo, recaudados por las autoridades municipales (en 1577, aportaron la mitad de los ingresos tributarios de la Monarquía; en 1666, el 72%). En núcleos pequeños, el recurso a repartimientos, según el número de yuntas o el volumen comercializado por vecino, perjudicó singularmente a los labradores que poseían las explotaciones más productivas y orientadas al mercado. En ciudades y villas, donde las cargas tributarias tendieron a concentrarse, la proliferación de exacciones sobre el consumo, especialmente de vino, aceite y carnes, deprimieron la demanda de tales artículos, ya menguante por el descenso demográfico y la concentración en el pan del gasto en alimentos efectuado por unos consumidores con menos medios. Ello, como muestra el gráfico 2, potenció orientaciones productivas contrarias a las actividades agrícolas y ganaderas más productivas, rentables y mercantilizadas, favoreciendo el cultivo de cereales, que ganó peso relativo, y el autoconsumo. Las manufacturas urbanas, por su parte, con su demanda deprimida por el desplome de las ciudades y el empobrecimiento de sus habitantes, afrontaron, al encarecerse numerosos productos básicos, la consiguiente tendencia al alza de los salarios.
- La Monarquía presionó a las haciendas municipales imponiendo donativos y servicios extraordinarios con creciente frecuencia, y la compra, obligada para evitar que cayesen en otras manos, de jurisdicciones y baldíos enajenados del patrimonio real. Aquellas se endeudaron y promovieron dos arbitrios muy dañinos: el despliegue de una fiscalidad propia, añadida a la regia mediante recargos locales de los tributos que gravaban el consumo, y el arriendo o venta de notables porciones de tierras municipales, hasta entonces de aprovechamiento comunal. Lo uno avivó la escalada fiscal y lo otro, al encarecer el sostenimiento del capital animal de las explotaciones agrarias, entorpeció aún más su desenvolvimiento. Estas, pese al fuerte descenso de la renta de la tierra desde 1595 o 1600, no salieron de su postración. Ello evidencia el radical empobrecimiento de muchos campesinos, y sugiere que, si la caída de las rentas territoriales (exigidas en trigo y cebada), pese a su magnitud, guardó proporción con la del producto cerealista, estas conservaron parte de su potencial para bloquear la recuperación del cultivo durante mucho tiempo.
- La almoneda del patrimonio regio y la presión sobre las haciendas locales tuvieron otra vertiente: lograr la colaboración de la nobleza y, más aún, de las oligarquías municipales para movilizar el descomunal volumen de recursos requerido por la política imperial. A nobles e hidalgos, la Monarquía les pagó desprendiéndose de rentas, vasallos, jurisdicciones y cargos, lo que reforzó el poder señorial. A las oligarquías locales, consintiendo que aumentasen su poder político, su autonomía en asuntos fiscales y su control sobre los terrenos concejiles; así, sus miembros lograron que sus patrimonios eludiesen la escalada fiscal e, incluso, consiguieron ampliarlos con comunales privatizados.
- A cambio del apoyo de las élites, los Austrias renunciaron a ampliar su autoridad, y ello tuvo dos efectos adicionales de capital importancia.
De un lado, una fiscalidad más heterogénea y una soberanía más fragmentada, con más agentes con prerrogativas para intervenir en los mercados y los tráficos, incrementaron los costes del comercio y bloquearon la integración de los mercados en el ámbito de la corona. En este sentido, el enésimo arbitrio de los Austrias para allegar recursos, la manipulación de la moneda de vellón, que perdió toda la plata que contenía y fue sometida a bruscas alteraciones de su valor nominal, generando correlativas oscilaciones de los precios, hizo más incierto el comercio y hundió la confianza en el signo monetario.
De otro, el progresivo control de la nobleza y las oligarquías locales sobre las tierras concejiles, la mayor reserva de pastos y suelos cultivables, aumentaron su interés por el ganado lanar, especialmente desde 1640, cuando volvieron a crecer los precios de las lanas exportadas. Grupos poderosos con intereses distintos (fuese participar en el negocio ganadero o restaurar los niveles de las rentas territoriales) hallaron entonces un objetivo común: obstaculizar el acceso de los campesinos y sus arados a dicha reserva de labrantíos. Ya entrado el siglo XVIII, cuando la población castellana se fue acercando a los máximos de 1580, este frente antirroturador constituyó un freno de primer orden a la expansión del cultivo.
En suma, las múltiples y destructivas secuelas de la política exterior de los Austrias que las regiones castellanas padecieron entre 1570 y 1660, ahondaron y prolongaron la depresión, primero, y obstaculizaron después, durante décadas, la recuperación. Esa política originó una formidable succión de recursos que dañó principalmente a los labradores acomodados, los artesanos y los comerciantes, a las actividades productivas más mercantilizadas y al mundo urbano, reorientando a la economía castellana por un rumbo poco propicio para el crecimiento económico. Hacia 1700, apenas se atisbaban signos de recuperación en los campos y ciudades del interior, los más esperanzadores se habían desplazado hacia el Norte y el Mediterráneo, y el grupo de cabeza de la economía europea estaba un poco más lejos.
Este apretado recorrido por la España del siglo XVII ofrece dos lecciones de actualidad. Una, que no hemos aprendido, subraya la conveniencia de mantener separados megalomanía y gasto público. La otra, que quizá aún podamos atender, concierne al reparto social del coste de las crisis económicas. La negativa de los más ricos y poderosos a soportar una parte proporcional a sus recursos, no solo atenta contra la justicia (o el bien común, en términos del siglo XVII); también deprime la economía. El incremento de la desigualdad, en solitario, no estimula el crecimiento; únicamente generaliza la pobreza. Y ambos juntos pueden alargar una recesión y bloquear por largo tiempo la recuperación posterior.