jueves, 28 de enero de 2016

La corrupción como valor añadido.




Hace ocho años, las grandes estafas financieras y las prácticas corruptas de los grandes partidos desencadenaron en España un proceso de descomposición del sistema político que todavía hoy permanece inconcluso. Sin embargo, han tenido que pasar muchos despidos, muchos desahucios, muchos autónomos arruinados y muchos jóvenes sin futuro para que la gente pusiese fin con su voto al sistema de partidos nacido de la Transición. El 20 de diciembre de 2015, al menos 9 millones de personas cambiamos nuestro voto y pusimos fin a un sistema de organización parlamentaria de apariencia pluralista, pero cuya práctica permitió desplegar durante décadas el abanico de las peores artes del bipartidismo, vestido en España con traje de mayoría absoluta y decreto ley.
¿Por qué ha costado tanto esfuerzo cambiar el sistema de partidos? La pregunta no es nueva. La respuesta tampoco. El sistema electoral construido durante la Transición se diseñó precisamente para eso: para conformar un sistema prácticamente bipartidista, con rendijas que únicamente permitiesen entrar en el juego a las formaciones mayoritarias en sus respectivos territorios, pero que estableciese un veto de facto sobre terceras alternativas de ámbito estatal. La artimaña es bien conocida: la provincia como circunscripción y la asignación de dos diputados por provincia con independencia del número de habitantes. No es casual que el legislador eligiese el único nivel administrativo del Estado no sometido a control democrático directo. El resultado es bien conocido: España cuenta con uno de los sistemas electorales proporcionales más desproporcionales de Europa y del mundo, valga el trabalenguas. El voto de un turolense cuenta casi el doble que el de un madrileño; el de un barcelonés casi la mitad que el de un zamorano. Un escándalo difícil de justificar, una violación flagrante de la igualdad política, esa igualdad burguesa y esencial que constituye la columna vertebral del derecho civil y político occidental y conforma el sustrato ideológico en el que germinaron todas las democracias europeas del siglo XX.
Es por este retorcimiento del principio de igualdad por el que ha hecho falta acumular una ingente cantidad de fuerza política para que esa mayoría social que lleva años reclamando cambios lograse visibilizarse en el Congreso de los Diputados. El pasado 20 de diciembre lo logramos y, sin embargo, a pesar del enorme avance, el sistema electoral ha vuelto a operar como dique del cambio. Si nuestro sistema electoral estuviese diseñado para garantizar el valor igual de todos los votos, esa noche la vicepresidenta en funciones, Soraya Saénz de Santamaría, habría anunciado los siguientes resultados: PP 100 diputados, es decir, 23 diputados menos de los realmente obtenidos; PSOE 77, 13 menos de los obtenidos; Podemos y sus confluencias, 72 diputados, 3 más de los obtenidos; Ciudadanos 48 diputados, 8 más; e IU 13 diputados, 11 más de los realmente obtenidos. Ha llegado el momento de ponerse a trabajar en pro del cambio constitucional para hacer cumplir ese viejo mandato democrático que en el mundo (también en España) reza: una persona, un voto. ¿Empezamos?