martes, 9 de abril de 2013

Entre tanta estupidez




Hablando con una alumna, diez años menor que yo, me he visto reflejada. Me ha dado incluso cierta pena el ser consciente del tiempo y de cómo nuestras inquietudes son perdidas en esta sociedad tan desmejorada en la que vivimos.
La conversación empezó haciéndome partícipe de su interés sobre cómo habría surgido Internet, cómo de la nada había nacido esa importante vía de comunicación, cuyo funcionamiento intrínseco a algunos aún nos parece difícil asimilar.
La conversación tuvo un giro bastante interesante cuando intercalamos experiencias sobre libros y series televisivas que nos hablan de sociedades secretas o gobiernos que ocultan importantes descubrimientos con el único propósito de enriquecerse a ellos mismos.
Por ejemplo, hablamos de que se dice que ya existen curas para numerosas enfermedades, pero que no salen a la luz pública para evitar la ruina de las farmacéuticas; también consideramos la posibilidad de que ya exista una energía sostenible que sea capaz de abastecernos sin tener que gastar ningún recurso, pero qué sería de las petroleras, las eléctricas...
Así hablamos de un millón de supuestos, pero ella no alcanzaba a entender cómo los gobiernos o los dueños de esa valiosa información que podría salvar vidas no la descubrían y la ponían en práctica. A mi pesar, la hice consciente de que, por desgracia, en esta vida todo, absolutamente todo, se mueve por dinero. Su frustración era enorme, pero rápidamente alcanzó a comprender con el siguiente ejemplo:
Si tu profesor te diera las preguntas de examen, ¿a cuántas personas se lo darías? Nombró a un par de personas, que según ella misma razonó se las pasarían a otras a su vez hasta que finalmente, seguro, toda la clase sabría las preguntas del examen. Reflexioné con ella y le dije que si todos contaban con las preguntas del examen, todos sacarían un diez, luego su diez ¿tendría el mismo valor siendo la nota común o tendría más valor si tan sólo ella lo obtuviera? Rápidamente le repetí la primera pregunta, a la que entre resignación y realidad me respondió que en ese caso no compartiría las preguntas del examen con nadie.
Es cruel ser consciente de nuestra naturaleza. Algunos apadrinan niños para aliviar sus conciencias, pero nadie renuncia a las comunidades de su hogar por satisfacer las necesidades básicas de otro más necesitado.
Enlazando la conversación, surgió el tema de la Iglesia. Toda la vida pidiendo, y sigue haciéndolo, pero no renuncia a lo suyo para ayudar al prójimo por mucho que Jesús hubiese proclamado. Es cierto que existen lugares y asociaciones religiosas que ayudan y colaboran en gran medida con los más necesitados y sin las cuales mucha gente no podría sobrevivir; pero cualquier persona que haya estado en el Estado Vaticano y haya visto las riquezas que amasa se dará cuenta de que únicamente si se deshiciera de una quinta parte de lo que posee alimentaría y dotaría de recursos a todo el continente africano, pero no lo hace...
La vida es así, nosotros somos así. El ser humano es egoísta por naturaleza. En esta crisis atisbas muestras de buena voluntad, de gente que realmente se molesta por los demás, pero son noticia porque son los mínimos. La gran mayoría sólo aportamos las migajas de lo que nos sobra (como a mi parecer los tan insoportables y repugnantes rastrillos navideños, en los que las pijas de la alta sociedad acuden a hacer su obra de caridad para aparentar entre la jet set... Es insufrible, quédense en su casa, que es menor ofensa para los demás). Acabó la hora de clase y Cristiana, que es como se llama mi alumna, se quedó pensativa. Fue consciente de forma muy clara de la cruda realidad. Pese a ello, la animé a que continuara con sus ansias de saber, aprender y preguntarse cosas, aunque la respuesta no sea siempre agradable. Ya que es mejor ser consciente que mirar para otro lado.

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