Con el funcionariado está sucediendo lo mismo que con la crisis económica. Las
víctimas son presentadas como culpables y los auténticos culpables se valen de su
poder para desviar responsabilidades, metiéndoles mano al bolsillo y al horario
laboral de quienes inútilmente proclaman su inocencia. Aquí, con el agravante de
que al ser unas víctimas selectivas, personas que trabajan para la Administración
pública, el resto de la sociedad también las pone en el punto de mira, como parte
de la deuda que se le ha venido encima y no como una parte más de quienes
sufren la crisis. La bajada salarial y el incremento de jornada de los funcionarios
se aplauden de manera inmisericorde, con la satisfecha sonrisa de los gobernantes
por ver ratificada su decisión.
Detrás de todo ello hay una ignorancia supina del origen del funcionariado. Se envidia
de su status -y por eso se critica- la estabilidad que ofrece en el empleo, lo cual
en tiempos de paro y de precariedad laboral es comprensible; pero esta
permanencia tiene su razón de ser en la garantía de independencia de la
Administración respecto de quien gobierne en cada momento; una garantía que
es clave en el Estado de derecho. En coherencia, se establece constitucionalmente
la igualdad de acceso a la función pública, conforme al mérito y a la capacidad
de los concursantes. La expresión de ganar una plaza «en propiedad» responde
a la idea de que al funcionario no se le puede «expropiar» o privar
de su empleo público, sino en los casos legalmente previstos y nunca por capricho
del político de turno que quiere a los de su calaña a su servicio.
Son los gobernantes y “funcionarios políticos”, sobre todo los que se tildan de
liberales, los que, tras la perversión causada por ellos mismos en la función pública,
designando a dedo a aquellos que pueden servir a sus intenciones, arremeten
contra la tropa funcionarial, sea personal sanitario, docente o puramente
administrativo. Si la crisis es general, no es comprensible que se rebaje el sueldo
sólo a los funcionarios y, si lo que se quiere es gravar a los que tienen un
empleo, debería ser una medida general para todos los que perciben rentas por
el trabajo sean de fuente pública o privada. Con todo, lo más sangrante no es
el recorte económico en el salario del funcionario, sino el insulto
personal a su dignidad. Pretender que trabaje media hora más al día no resuelve
ningún problema básico ni ahorra puestos de trabajo, pero sirve para señalarle
como persona poco productiva. Reducir los llamados «moscosos» o días
de libre disposición –que nacieron en parte como un complemento salarial en
especie ante la pérdida de poder adquisitivo-no alivia en nada a la Administración,
ya que jamás se ha contratado a una persona para sustituir a quien disfruta de esos
días, pues se reparte el trabajo entre La medida sólo sirve para crispar y desmotivar
a un personal que, además de ver cómo se le rebaja su sueldo, tiene que soportar
que los gobernantes lo estigmaticen como una carga para salir de la crisis.
Pura demagogia para dividir a los paganos.
En contraste, los políticos en el poder no renuncian a sus asesores ni a ninguno
de sus generosos y múltiples emolumentos y prebendas, que en la mayoría de los
casos jamás tendrían ni en la Administración ni en la empresa privada si sólo se
valorasen su mérito y capacidad. Y lo grave es que no hay propósito de enmienda.
No se engañen, la crisis no ha corregido los malos hábitos; todo lo más, los ha
frenado por falta de financiacióno, simplemente, ha forzado a practicarlos de manera
más discreta.
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