Es hora de oponerse resueltamente al saqueo, al despedazamiento de los servicios públicos. Y no habrá ni que asaltar los cielos ni el palacio de invierno
Tenemos un nuevo buque en la armada. El 'Juan Carlos I', velero bergantín, con sus cubiertas de vuelo y sus cien cañones por banda. Ha costado trescientos sesenta millones. Llevamos un siglo sin entrar en guerra, pero, si es preciso, montarán una para justificar la inversión. Eso, si antes un comandante fardón no lo deja tirado entre las rocas. Aquí hemos echado a pique unas cuantas flotas: 'Medina Sidonia', con la 'Invencible' en 1588 («Dios irá delante», habían asegurado los asesores); 'Montojo', 1898; 'Cervera', 1898. Miles de hombres fueron al fondo del mar con ellas. Tantas veces nos hemos quedado sin barcos que, quizá, ya no sepamos lo que es la vergüenza. Ahora, los comandantes han decidido deshacerse de otra flota: veinte mil centros públicos de enseñanza, cinco millones de estudiantes, quinientos mil profesores. Y si, como denunciara Unamuno, todavía alguien piensa que ha pescado un momio, que eso del sacerdocio es música celestial, la mayoría de docentes estamos embarcados en un áspero combate contra la ignorancia, los prejuicios y la exclusión. Noble 'kulturkampf' esta de desasnar muchachos, habría dicho 'Clarín'. Lo que ha conquistado para España esta arma- da de carracas desvencijadas si es un imperio, y no esas monsergas
con las que algunos se llenan la boca. Oíd por todo el país a nuestros alumnos: hablan de Twitter o de whatsapp, pero también de sintagmas, de denominadores comunes, y sonríen... Y con cada sonrisa ,con cada adverbio y cada X2, nos alejan de aquella España tenebrosa de peones y niños y unteros.
Lamentablemente, los comandantes no creen en ello. Por ejemplo, en Madrid hay ya más centros privados que públicos. En cambio, sólo uno de cada cuatro alumnos extranjeros cursa en ellos. Mientras gozan de autonomía y se les cede graciosamente solares y fondos públicos, se abandona a su suerte a la escuela pública y, con ella, a los alumnos más desfavorecidos. No hay recursos, nos dicen, y se adelgazan programas de compensatoria, desdobles, iniciación profesional; se apaga la calefacción y se expulsa a miles de profesores (según el Anuario de la propia comunidad, 4.014 interinos menos entre 2007 y 2011), mientras se amplían los conciertos privados y se mejoran las desgrava-ciones fiscales. En pocos años, la equidad no será más que un fósil para minorías ilustradas. Están pasando cosas gravísimas: servicios sanitarios clausurados, hospitales públicos entregados a empresas privadas. Se ejecutan obras faraónicas innecesarias; se gastan ríos de dinero en auténticos disparates. En toda Europa, un ingente flujo de recursos públicos está siendo trasvasado a corporaciones privadas: operaciones de capitalización, fondos de rescate, subvenciones, contratos... Y deben de creer que somos imbéciles: amenazan con la ruina del Estado cuando nunca en la historia hubo tal acumulación de riqueza. El fraude fiscal se institucionaliza mientras el paro y la indigencia se extienden, y los europeos nos sobrecogemos porque los estrategas de la codicia están 'ante portas' y han decidido poner de rodillas a nuestras naciones, y lo que es peor, no sabemos de parte de quién están nuestros gobernantes. Unos y otros nos envían los heraldos: «A quien tiene se le dará; a quien no tiene se le quitará». Es una peste que lleva décadas asolando el mundo, pero que antes lo hacía en los arrabales, a mayor gloría nuestra.
Los comandantes son incapaces de enmendar las administraciones públicas. Y tienen el cuajo de hablar de productividad. «Despido libre» es el mantra de sus mandarines, pero nada mejora salvo sus balances. Explíquen-lo de una vez. El artículo 40.1 de la Constitución es una entelequia. La cosa no funciona a pleno empleo: bienestar, inflación, salarios al alza, menos beneficios. Imposible. Por eso se han vuelto hacia el Tesoro y reparten mercedes y colocaciones con una munificencia digna de liberales convencidos. ¿Cuántos cargos de confianza? ¿Cuántos de libre designación? Se hacen elegir, no para mejorar servicios o prestaciones, sino para abominar de ellos y entregarlos a manos privadas.
El Estado va camino de convertirse en una timba y solo falta que se redacten las leyes al mejor postor. Terminarán sacando a concurso la diputación de las Cortes. Al tiempo. Más que de incompetencia o negligencia habría que hablar de traición. Y lo fascinante es que estos 'trile-ros' de yate de lujo están dando un sentido revolucionario a lo público: no hay límites. Setecientos sumarios en la Fiscalía Anticorrupción, y eso que ahí sólo terminan
los descuidados o los glotones. Un familiar del monarca cobra doscientos mil euros por unos folios; otros reparten subvenciones como antes se repartían marquesados.
Han metido el hocico en la olla de la manteca y no lo van a sacar. Si éstos dan con Fajardo, el alférez que perdió un brazo en Santiago de Cuba y tuvo redaños para exclamar: «¡Aún me queda otro para la patria!», se lo arrancan. Consentimos que la primera magistratura del Estado se heredara como se hereda un cortijo y lo estamos pagando. Ahora el cortijo es el Estado, pero no es expolio, es legal. «Rey servido y patria honra-' da». Sin embargo, hay algo peor que la impunidad: la opinión que demuestran tener de nosotros. Ortega y Gas-set decía que estas oligarquías piensan que pertenecemos «a la familia de los óvidos». «Bien está -añadía-que la Monarquía piense eso, que lo sepa y cuente con ello; pero es intolerable que se prevalga de ello (...). Ese comportamiento se llama en latín y en buen castellano: indecencia, indecoro».
«La situación no puede ser más grave», ha explicado el nuevo timonel, mientras enfila los cañones hacia la misma santabárbara del Estado: los mecanismos de redistribución de la riqueza/los sistemas de bienestar social.
Despeñaran lo que quede de ellos,
la democracia cuando ya no les valga, la convivencia, incluso. La nueva Edad Media. Pero quizá esta vez se hayan equivocado. «España se toma siempre tiempo, el suyo», decía Ortega.
La gente corriente, la que en los años de plomo demostró ser digna de algo más veraz, está cansada de doblegarse. Y, pese a quien pese, son los condueños del país. Aquellos a los que apelaba Sábalo: «unidos en el deseo absoluto de un mundo más humano, resistamos». En los colegios, en los tajos, en los pasillos atestados de urgencias, resistamos. Por las calles si es preciso. Si hemos de aceptar trabajos sin contrato o despidos sin indemnización, por qué no la democracia sumergida.
Es hora de oponerse resueltamente al saqueo, al despedazamiento de los servicios públicos. Y no habrá que asaltar los cielos ni el palacio de invierno. Los interinos son ellos. Los que reniegan del Estado pero están harticos de manteca, los que oyen la palabra igualdad y sacan el matasuegras, porque nos quieren iguales, sí, pero en estupidez. Tenía razón Ortega: «Somos nosotros, gente de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestros conciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! 'Delenda est Monarchia'».
Tenemos un nuevo buque en la armada y hasta el nombre es un acierto. Junto a las hazañas de Lezo o Bazán, están ya en la historia las de don Juan Carlos; esos combates legendarios en la bahía de Palma. Palidecería de envidia el mismo Nelson. «Hombres de hierro en barcos de madera», se ha dicho, aunque ahora abunde la fibra de carbono y algunos estimen más el oro. En 1936 los buques de la flota sí llevaban aquellos nombres beneméritos: Cosme de Churruca, Alcalá Galiano. Convendría recordar lo que sucedió: los comandantes habían traicionado su juramento de lealtad. La marinería, gente de tres al cuarto, alertada, se revolvió contra sus oficiales para defender la República. Se hicieron con el mando de los barcos y muchos marinos dignos pagaron con su vida la vesania de otros.
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