miércoles, 18 de abril de 2012

El hundimiento


Es hora de oponerse resueltamente al saqueo, al despedazamiento de los servicios públicos. Y no habrá ni que asaltar los cielos ni el palacio de invierno

 Tenemos un nuevo buque en la arma­da. El 'Juan Carlos I', velero bergan­tín, con sus cubiertas de vuelo y sus cien cañones por banda. Ha costado trescientos sesenta millones. Lleva­mos un siglo sin entrar en guerra, pero, si es preciso, montarán una para justificar la inver­sión. Eso, si antes un comandante fardón no lo deja tirado entre las rocas. Aquí hemos echado a pique unas cuantas flotas: 'Medina Sidonia', con la 'In­vencible' en 1588 («Dios irá delante», habían ase­gurado los asesores); 'Montojo', 1898; 'Cervera', 1898. Miles de hombres fueron al fon­do del mar con ellas. Tantas veces nos hemos quedado sin barcos que, quizá, ya no sepamos lo que es la vergüenza. Ahora, los comandantes han deci­dido deshacerse de otra flota: veinte mil centros públicos de enseñanza, cinco millones de estudiantes, qui­nientos mil profesores. Y si, como de­nunciara Unamuno, todavía alguien piensa que ha pescado un momio, que eso del sacerdocio es música celestial, la mayoría de docentes estamos em­barcados en un áspero combate con­tra la ignorancia, los prejuicios y la ex­clusión. Noble 'kulturkampf' esta de desasnar muchachos, habría dicho 'Cla­rín'.  Lo que ha conquistado para Espa­ña esta arma-  da de carracas desvencijadas si es un      imperio,  y  no  esas  monsergas
con las que algunos se llenan la boca. Oíd por todo el país a nuestros alumnos: hablan de Twitter o de whatsapp, pero también de sintagmas, de denominadores comunes, y son­ríen... Y con cada sonrisa  ,con  cada  ad­verbio y cada X2, nos alejan de aque­lla España tenebrosa de peones y ni­ños  y unteros.
Lamentablemente, los comandan­tes no creen en ello. Por ejemplo, en Madrid hay ya más centros privados que públicos. En cambio, sólo uno de cada cuatro alumnos extranjeros cur­sa en ellos. Mientras gozan de autono­mía y se les cede graciosamente sola­res y fondos públicos, se abandona a su suerte a la escuela pública y, con ella, a los alumnos más desfavorecidos. No hay recursos, nos dicen, y se adelgazan programas de compensatoria, desdo­bles, iniciación profesional; se apaga la calefacción y se expulsa a miles de profesores (según el Anuario de la pro­pia comunidad, 4.014 interinos menos entre 2007 y 2011), mientras se am­plían los conciertos privados y se mejoran las desgrava-ciones fiscales. En pocos años, la equidad no será más que un fósil para minorías ilustradas. Están pasando cosas gra­vísimas: servicios sanitarios clausurados, hospitales pú­blicos entregados a empresas privadas. Se ejecutan obras faraónicas innecesarias; se gastan ríos de dinero en autén­ticos disparates. En toda Europa, un ingente flujo de re­cursos públicos está siendo trasvasado a corporaciones pri­vadas: operaciones de capitalización, fondos de rescate, subvenciones, contratos... Y deben de creer que somos im­béciles: amenazan con la ruina del Estado cuando nunca en la historia hubo tal acumulación de riqueza. El fraude fiscal se institucionaliza mientras el paro y la indigencia se extienden, y los europeos nos sobrecogemos porque los estrategas de la codicia están 'ante portas' y han deci­dido poner de rodillas a nuestras naciones, y lo que es peor, no sabemos de parte de quién están nuestros gobernan­tes. Unos y otros nos envían los heraldos: «A quien tiene se le dará; a quien no tiene se le quitará». Es una peste que lleva décadas asolando el mundo, pero que antes lo hacía en los arrabales, a mayor gloría nuestra.
Los comandantes son incapaces de enmendar las ad­ministraciones públicas. Y tienen el cuajo de hablar de productividad. «Despido libre» es el mantra de sus man­darines, pero nada mejora salvo sus balances. Explíquen-lo de una vez. El artículo 40.1 de la Constitución es una entelequia. La cosa no funciona a pleno empleo: bienes­tar, inflación, salarios al alza, menos beneficios. Impo­sible. Por eso se han vuelto hacia el Tesoro y reparten mer­cedes y colocaciones con una munificencia digna de libe­rales convencidos. ¿Cuántos cargos de confianza? ¿Cuán­tos de libre designación? Se hacen elegir, no para mejo­rar servicios o prestaciones, sino para abominar de ellos y entregarlos a manos privadas.
El Estado va camino de convertirse en una timba y solo falta que se redacten las leyes al mejor postor. Termina­rán sacando a concurso la diputación de las Cortes. Al tiempo. Más que de incompetencia o negligencia habría que hablar de traición. Y lo fascinante es que estos 'trile-ros' de yate de lujo están dando un sentido revoluciona­rio a lo público: no hay límites. Setecientos sumarios en la Fiscalía Anticorrupción, y eso que ahí sólo terminan
los descuidados o los glotones. Un familiar del mo­narca cobra doscientos mil euros por unos folios; otros reparten subvenciones como antes se repar­tían marquesados.
Han metido el hocico en la olla de la manteca y no lo van a sacar. Si éstos dan con Fajardo, el al­férez que perdió un brazo en Santiago de Cuba y tuvo redaños para exclamar: «¡Aún me queda otro para la patria!», se lo arrancan. Consentimos que la primera magistratura del Estado se heredara como se hereda un cortijo y lo estamos pagando. Ahora el cortijo es el Estado, pero no es expolio, es legal. «Rey servido y patria honra-' da». Sin embargo, hay algo peor que la impunidad: la opinión que demues­tran tener de nosotros. Ortega y Gas-set decía que estas oligarquías pien­san que pertenecemos «a la familia de los óvidos». «Bien está -añadía-que la Monarquía piense eso, que lo sepa y cuente con ello; pero es into­lerable que se prevalga de ello (...). Ese comportamiento se llama en la­tín y en buen castellano: indecencia, indecoro».
«La situación no puede ser más gra­ve», ha explicado el nuevo timonel, mientras enfila los cañones hacia la misma santabárbara del Estado: los mecanismos de redistribución de la riqueza/los sistemas de bienestar social.
Despeñaran  lo  que  quede de  ellos,
la democracia cuando ya no les valga, la convivencia, incluso. La nueva Edad Media. Pero quizá esta vez se hayan equivocado. «España se toma siempre tiempo, el suyo», decía Ortega.
La gente corriente, la que en los años de plomo demostró ser digna de algo más veraz, está cansada de doble­garse. Y, pese a quien pese, son los con­dueños del país. Aquellos a los que ape­laba Sábalo: «unidos en el deseo abso­luto de un mundo más humano, re­sistamos». En los colegios, en los ta­jos, en los pasillos atestados de urgen­cias, resistamos. Por las calles si es preciso. Si hemos de aceptar trabajos sin contrato o despidos sin indemni­zación, por qué no la democracia su­mergida.
Es hora de oponerse resueltamen­te al saqueo, al despedazamiento de los servicios públicos. Y no habrá que asaltar los cielos ni el palacio de in­vierno. Los interinos son ellos. Los que reniegan del Estado pero están harticos de manteca, los que oyen la palabra igualdad y sacan el matasuegras, porque nos quie­ren iguales, sí, pero en estupidez. Tenía razón Ortega: «So­mos nosotros, gente de tres al cuarto y nada revoluciona­rios, quienes tenemos que decir a nuestros conciudada­nos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruid­lo! 'Delenda est Monarchia'».
Tenemos un nuevo buque en la armada y hasta el nom­bre es un acierto. Junto a las hazañas de Lezo o Bazán, es­tán ya en la historia las de don Juan Carlos; esos comba­tes legendarios en la bahía de Palma. Palidecería de envi­dia el mismo Nelson. «Hombres de hierro en barcos de madera», se ha dicho, aunque ahora abunde la fibra de carbono y algunos estimen más el oro. En 1936 los bu­ques de la flota sí llevaban aquellos nombres beneméri­tos: Cosme de Churruca, Alcalá Galiano. Convendría re­cordar lo que sucedió: los comandantes habían traiciona­do su juramento de lealtad. La marinería, gente de tres al cuarto, alertada, se revolvió contra sus oficiales para de­fender la República. Se hicieron con el mando de los bar­cos y muchos marinos dignos pagaron con su vida la ve­sania de otros.
 

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